Dossier temático

Alcance de la asignatura Proyecto para la formación y el ejercicio profesional de los arquitectos

Scope of the subject Design for the academic training and the professional practice of architects

Daiana Zamler (*)
CONICET; Universidad Abierta Interamericana; Universidad Nacional de Rosario, Argentina

A&P continuidad

Universidad Nacional de Rosario, Argentina

ISSN: 2362-6089

ISSN-e: 2362-6097

Periodicidad: Semestral

vol. 10, núm. 18, 2023

aypcontinuidad@fapyd.unr.edu.ar

Recepción: 07 Abril 2022

Aprobación: 20 Octubre 2022



DOI: https://doi.org/10.35305/23626097v10i18.376

CÓMO CITAR: Zamler, D. (2022). Alcance de la asignatura Proyecto para la formación y el ejercicio profesional de los arquitectos. A&P Continuidad, 10(18). doi: https://doi.org/10.35305/23626097v10i18.376

Resumen: El presente artículo ofrece una reflexión sobre el rol del arquitecto asociado a su formación para el ejercicio profesional. El objetivo principal es cuestionar el lugar que ocupan las asignaturas de proyecto en la enseñanza de Arquitectura. Para ello, primero se revisó el origen de la disciplina como tal. Luego, se estructuró una pregunta central en cada apartado y se analizó el discurso de autores referentes para ofrecer un análisis teórico-crítico. Esto permitió abordar otra escala de preguntas más específicas: (i) ¿qué tipo de profesionales se pretende formar hoy en día?; (ii) a la hora de diseñar el plan académico, ¿se consideran los diversos roles posibles de la práctica profesional?; (iii) ¿acaso se hace foco solo en el rol del diseñador-proyectista escindido de su rol social?; (iv) de ser así, ¿qué tipo de diseñador se imagina o modela?

Tal reflexión pretende indagar sobre los intereses que atraviesan el hacer proyectual y con los que se espera que los nuevos arquitectos diseñen. Invita, a su vez, a preguntarse si es posible una formación profesional para una arquitectura del bien común. Esto implica, además, considerar los múltiples factores que complejizan la enseñanza debatiéndose entre la situación contextual y la institucionalidad.

Palabras clave: proyecto, enseñanza de la arquitectura, formación, ejercicio profesional.

Abstract: This paper reflects on the relationship between the role of the architect and his training for the professional practice. The main goal has been to question the scope of the subjects of Design in architecture education. To do so, the first task has been to review the origin of the discipline. Then, a core question has been introduced on each section along with the analysis of the ideas of different authors to provide a theoretical-critical revision. This has allowed to address more specific questions concerning the professional training such as: (i) Which kind of professional is nowadays intended? (ii) When developing the academic plan, are the diverse possible professional roles included? (iii) Is it only the designer’s role considered, thereby leaving aside the social role he may play? In this case, (iv) What kind of designer is envisaged or shaped?

This reflection seeks to deal with the interests involved in design-making and what architects are expected to do. In addition, it encourages to ask if it is possible to develop an architecture for the common good. This implies the consideration of multiple factors that make education more complex while debating between the contextual situation and the institutional framework.

Keywords: design, architecture education, training, professional practice.

La arquitectura como disciplina

Para comenzar, se propone un acotado recorrido por la historia de las escuelas y facultades de arquitectura, especialmente en el contexto argentino, para identificar cómo fue el inicio de la disciplina. Luego, se hará referencia al lugar que ocuparon en ella los talleres de proyecto arquitectónico. Para ello se toman las contribuciones de Silvia Cirvini (2004) quien ofrece en su tesis de doctorado titulada Nosotros los arquitectos. Campo disciplinar y profesión en la Argentina moderna un profundo análisis del desarrollo de la arquitectura centrado en la primera mitad del siglo pasado. Tal recorrido se complementa con el aporte de Graciela Silvestri (2014) quien en su texto Alma de arquitecto, introduce una mirada sobre la disciplina desde la década del 50 hasta los 90 inclusive.

Aproximarse a las lógicas subyacentes en la formación de grado del arquitecto-urbanista hasta tal momento, significa un aporte al conocimiento, así como una base desde la cual reflexionar acerca del rol social del arquitecto en nuestros días. Para ello, aquí se tomarán solo algunos datos precisos que ayuden a contextualizar el surgimiento de la Facultad de Arquitectura como tal, y los acontecimientos principales de las décadas subsiguientes.

Facultad de Ciencias Exactas, Manzana de
las Luces, 1885.
Figura 1
Facultad de Ciencias Exactas, Manzana de las Luces, 1885.
Fuente: http://www.idean.gl.fcen.uba.ar/2016/05/01/150-anos-de-exactas-una-historia-del-desarrollo-de-las-ciencias-basicas-en-la-universidad-de-buenos-aires/.

Primeramente, se destaca que la arquitectura como disciplina se conformó como parte de un proceso que llevó a “la progresiva definición de un campo de conocimiento propio” (Cirvini, 2004, p. 40) que se formalizó en 1901, momento en que se fundó la Escuela de Arquitectura, dentro de la Facultad de Ingeniería y Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires (Fig. 1): (Esto) “señaló un paso decisivo y trascendental en la formación profesional especializada. Por una parte, significaba la posibilidad de autonomía en la formación de profesionales de grado, por otra, permitía gradualmente modelar prácticas y posiciones acordes con una realidad propia, distinta de la europea” (p. 43).

La Escuela se independizó en 1948, y así se fundó la Facultad de Arquitectura y Urbanismo. Este proceso acompañó a la formalización de la disciplina y la profesión arquitectónica, diferenciada de la ingeniería por presentarse como “una opción para la elite que buscaba imprimir nuevos significados a las obras” (Cirvini, 2004, p. 40). Según Cirvini, en este contexto: “el arquitecto se convirtió en el eslabón eficaz y necesario entre el saber técnico y el saber artístico, en el intérprete tanto de las expectativas de la elite como de las necesidades sociales de la época, y en el portavoz autorizado de las tendencias artísticas vigentes” (p. 40).

Resulta importante señalar que tal autonomía de los arquitectos sentó las bases para abrir un complejo debate en torno al alcance de la profesión y diluir la visión de carrera subordinada. Si bien hoy día se sabe que los conocimientos disciplinares son insuficientes, incluso para dar cuenta de los propios saberes de tal campo (Eujanian, 2020; Ledesma, 2020), en esos tiempos iniciales, se buscó especificar y delimitar el alcance y la legitimación de la arquitectura como disciplina (Cirvini, 2004). También vale destacar que, contrariamente a lo sucedido en Europa, en Argentina la arquitectura pasó de “de ciencia exacta a disciplina artística” (2004, p. 92).

Por tanto, la necesaria diferenciación tomó fuerte lugar en la práctica estudiantil, que se expresaba no solo en el currículo sino también en las prácticas, los rituales e incluso en la expresión artística más libre y desestructurada de la utilizada en las ciencias exactas. En este sentido, se esperaba del arquitecto un don innato vinculado a lo estético, artístico y gráfico, para desempeñarse como futuro profesional (Cirvini, 2004).

Si bien el saber técnico y el conocimiento científico tenían un lugar ganado hacia fines del XIX, ¿qué se esperaba de la arquitectura, de la cual se afirmaba, era ‘el arte que tiene más ciencia y a su vez la ciencia que tiene más arte’? En otros términos, ¿qué espacio tenía reservado el arte y la arquitectura en la construcción de la Argentina moderna?, ¿qué papel tenían asignado en el juego social los arquitectos, esos nuevos codificadores de los significados culturales del espacio, nexos entre el arte y la técnica? (p. 100).

Este debate fue especialmente importante en la formación de la disciplina autónoma ya que planteaba decidir en qué proporción se establecerían los contenidos repartidos entre lo técnico y lo artístico. Para 1915, se incorporó la modalidad de taller en la Escuela de Arquitectura para impartir la formación artística de la carrera (Fig. 2). Este espacio era visto no solo como el “ámbito natural de reproducción de las prácticas arquitectónicas” sino como el lugar en que se consolidaba la visión de mundo del futuro profesional (Cirvini, 2004, p. 290).

Alumnos en el
taller de Manzana de las Luces
Figura 2
Alumnos en el taller de Manzana de las Luces
Fuente: Peralta (2021, diciembre 6).

A pesar que en los primeros años se tendió más a lo artístico para reforzar la independencia arquitectónica, pasadas las primeras décadas, se optó por un mayor equilibrio haciendo lugar a lo científico-técnico e incluso a lo económico-financiero. De esta manera, se pretendió ofrecer a los estudiantes una formación que los preparase para la práctica profesional, es decir, para la obra (Cirvini, 2004). En este sentido, Cirvini (2004) destaca que la creación de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo en 1948 “indica claramente una bisagra de un antes y un después en la situación del campo disciplinar, en lo referente a la reproducción del habitus[1] profesional a partir de la enseñanza” (p. 165) (Fig. 3).

Taller Siberia,
FAU-UBA, posterior a 1953.
Figura 3.
Taller Siberia, FAU-UBA, posterior a 1953.
Fuente: Boggio Videla (s.f., p. 4).

El principal cambio se vio en la consolidación del Movimiento Moderno en contraposición al academicismo[2] de la formación universitaria. No obstante, recién para la década del 60, el Movimiento Moderno pasaría a ser hegemónico en la academia. Este momento marcó, además, la incorporación de nuevos temas sobre la vida en la ciudad y los espacios públicos. Según Silvestri (2014) es en este mismo momento que entra en juego la noción de hábitat –diferenciada de habitus– para reflexionar sobre el rol del arquitecto, así como sobre su vínculo profesional con los espacios físicos y sociales. También, se incorporó la idea de planificación al urbanismo, aunque para muchos el planeamiento no era parte de la arquitectura. Para la autora esto reveló, a su vez, “la conflictiva relación entre arquitectura y política”, que además tenía fuerte presencia en “los planteos de renovación disciplinar” (p. 73).

Silvestri (2014) explica que la modernización disciplinar estuvo teñida de un nuevo izquierdismo asociado a demandas “científico-técnicas y al progresismo liberal” (p. 79). Ella distingue que “hasta el 69, los modernos no parecían problematizados por la política” y se suponían neutrales (p. 80). Creían entonces, que estar comprometidos con lo vanguardista en cuanto a lo intelectual y artístico, significaba una operación de sutura social. Por supuesto que, con la presencia militar en el Estado hasta 1983, las ideologías que impregnaban la actividad profesional tuvieron al menos que ser ocultadas o bien quedar excluidas de la universidad.

En medio de ese período, entre 1972 y 1974 surge la experiencia de Taller Total en la Facultad de Arquitectura de Rosario: “la aspiración declarada era la de integrar el resto de las materias al taller, en función del ejercicio planteado” (Silvestri, 2014). De este modo, toda la formación pasaba por el taller y así se pretendía democratizar la dinámica verticalista existente para transformarla en un modelo de enseñanza colaborativa. Así, se buscaba fomentar la creatividad y la ruptura, contra el enciclopedismo que constituía estudiantes pasivos. Pero no fue posible alimentar la creatividad sin que emergiesen objetivos sociales que prontamente se convirtiesen en políticos y, por tanto, fueron restringidos en cuanto el Estado volvió a ser liderado por militares.

Llegada la década del 80, marcada por la globalización, la cultura arquitectónica atravesó una importante transformación (Silvestri, 2014). En este tiempo emergieron fuertes críticas al Movimiento Moderno, al que se responsabilizó conjuntamente con la arquitectura, de los más diversos problemas sociales de la época. Especialmente se criticó la geometría ortogonal y la forma descualificada impuesta sobre un territorio entendido como vacío (p. 90). Los más destacados críticos-teóricos fueron Jane Jacobs y Henri Lefebvre quienes reclamaban la ciudad real y el derecho a la ciudad. Así se instaló una mirada ideológica de la arquitectura y del urbanismo impregnada de sensibilidad social (Fig. 4). A nivel nacional, esta década estuvo impregnada a su vez por el advenimiento de la democracia.

Habitar en
contextos de desigualdad.
Figura 4
Habitar en contextos de desigualdad.
Fuente: Jaime (2016, pp. 50-51).

Bajo ese contexto, hacia el nuevo cambio de década y fin del segundo milenio, se comenzó a articular la política con la arquitectura y se incorporaron escalas en relación a la experiencia cotidiana. No obstante, no hubo grandes interrogaciones sobre el uso, ya que “se daba por descontado, como parte de la formación disciplinar” (Silvestri, 2014, p. 93). Más aún, hasta hoy día el taller proyectual conserva ideas totalizadoras de la década del 60. Inclusive, según Silvestri, se sigue formando y proyectando al modo que impuso Le Corbusier, sin crítica ni renovación disciplinar alguna.

El arquitecto en su formación como estudiante y como docente

Ahora bien, bajo el entendimiento histórico asociado a la formación disciplinar del arquitecto, es posible abordar las lógicas concernientes y debates subyacentes de la actualidad. Aquí se hará foco particularmente en la dedicación horaria que se le asigna a Proyecto en relación a otras asignaturas, especialmente de tinte teórico, para concluir con una mirada sobre la pedagogía de quienes forman. Tal recorrido permitirá luego, abordar otras preguntas acerca de las lógicas proyectuales y la formación profesional actual.

Como se ha visto, el taller de diseño es la estrategia pedagógica más tradicional de la enseñanza arquitectónica (Correal Pachón y Verdugo Reyes, 2011; Ben Altabef, 2018), desde la cual se espera que se aprenda a hacer proyecto de forma empírica y pragmática (Fig. 5). Para Beatriz Galán (2018), dicho taller de diseño, es donde se “forman los valores y categorías conceptuales con que nuestra profesión construye sus relatos” (p. 67). Aquí vale aclarar que, si bien la autora se refiere al diseño en general, destaca basándose en Ledesma (2020) que la arquitectura en particular, “es el único campo del conocimiento que […] reclamó (el proyectar) como constitutivo, como modo de pensar y de idear” (p. 70).

Por su parte, Clara Ben Altabef, asume que “a una determinada forma de producir y hacer arquitectura, corresponde un determinado modo de enseñanza de la disciplina” (2018, p. 114). Por lo tanto, se evidencia que la formación disciplinar y la práctica profesional siempre han estado ligadas. “Si se modifican los modos de producir arquitectura necesariamente se modifican los modos de enseñarla” (p. 115).

Dinámica de
taller PA1, Fapyd, UNR.
Figura 5
Dinámica de taller PA1, Fapyd, UNR.
Fuente: Captura de pantalla de Pinterest, 2022.

Hoy día, aunque existen datos disímiles, se coincide en la alta incidencia –por no decir jerarquía– que tiene el espacio de taller proyectual en relación a toda la carrera de arquitectura. Germán Correal Pachón y Hernando Verdugo Reyes afirman que “en cualquier programa de estudios, el proyecto como asignatura o campo de conocimiento abarca el 80% o más de la formación de los futuros arquitectos” (2011, p. 88). Según Ben Altabef “el proyecto en arquitectura constituye, en el proceso de formación, el núcleo integrador de conocimientos” y presenta una carga en el plan de estudios de entre el 21% y el 50% del total (2018, p. 114). Además, alega que –como en el pasado– existe una tendencia a tallerizar asignaturas teóricas. Esto bien puede entenderse como una valorización del taller como dispositivo de enseñanza, o bien como una subvaloración del saber teórico disciplinar.

¿Acaso sería posible pensar en una ecuación inversa a la expuesta por Ben Altabef? Dicho de otro modo, si se modifica la forma en que se enseña la arquitectura, ¿cambiaría el modo de producirla? Al respecto Inés Moisset (2013) argumenta que, si bien el ejercicio profesional actualiza la disciplina, también lo hace toda la actividad de enseñanza e investigación. Sin embargo, como indica Ben Altabef “en el imaginario de los profesionales docentes dedicados a la enseñanza del proyecto permanece la idea –como parte de la cultura instituida– de que solo los buenos profesionales[3] tienen mayores posibilidades de ejercer mejor la enseñanza” (2018, p. 121).

Por consiguiente, se asume que la carrera de arquitectura persigue un perfil básicamente profesionalista, que tal como indica Silvestri (2003), impide una reflexión crítica y profunda sobre la arquitectura en sí misma y, particularmente, sobre las corrientes de moda. Ben Altabef (2018) distingue que la enseñanza de proyecto en arquitectura presenta una influencia directa de factores culturales, institucionales y sociales que exceden lo estrictamente disciplinar. Sin embargo, los talleres de proyecto suelen ser conducidos por docentes que reproducen las prácticas con las que se formaron, al tiempo que transmiten la propia experiencia profesional, pero sin una reflexión previa ni formación pedagógica alguna (Correal Pachón y Verdugo Reyes, 2011; Ben Alabef, 2018; Silvestri, 2003).

Sesión de Walter Gropius en una clase en Harvard en 1946.
Figura 6
Sesión de Walter Gropius en una clase en Harvard en 1946.
Fuente: Facebook de la escuela de graduados de diseño de Harvard: GSD, Special Collections at the Frances Loeb Library.

Así, se replican planes de estudio conservadores que no ofrecen grandes transformaciones. La gran mayoría de docentes desconoce las características formales del aprendizaje. Es más, un estudio mostró que el 72% de los docentes de taller de diseño son ayudantes de cátedra, en muchos casos estudiantes, en otros, profesionales recién recibidos (López, 2018). Esta dinámica lleva a reproducir el modelo maestro-aprendiz, tal como en los tiempos renacentistas, que implica una red de saber y poder (Ben Altabef, 2018; Correal Pachón y Verdugo Reyes, 2011) (Fig. 6). Helena Webster (2008), por su parte, critica este modelo de tutor que dirige, ya que impide al estudiante concebirse como un profesional distinto. Además, este formato ubica al aprendiz en un rol más bien pasivo desde el punto de vista intelectual, y como futuro arquitecto reproduce las formas que el docente le plantea, más que crear las propias, o construir una mirada crítica sobre aquello que le es planteado (Correal Pachón y Verdugo Reyes, 2011).

De la ideología disciplinar a la arquitectura de productos

Al analizar los principales temas hasta aquí tratados, se puede vislumbrar por qué el proyecto arquitectónico tiene tanta relevancia en la formación disciplinar versus el contenido teórico-crítico. Primero, por la preponderancia estético-artística que adquirió la arquitectura para parecer europea y diferenciarse de la ingeniería. Luego, por embeberse de profesionalismo (Cravino, 2018; Pizoni, 2020) a tal punto que los que la enseñan tienen que ejercer la profesión, aportando lo que saben y deben hacer: proyecto y obra. Este enfoque excluye la perspectiva pedagógica y otros roles que el arquitecto podría ejercer.

Basándose en referentes en el tema –tales como Roberto Fernández (2018), Alfonso Corona Martínez (1998) y Ana Cravino (2007, 2012)–, Pizoni (2020) indica que, tanto en el proceso como en la didáctica proyectuales se remite a obras existentes como casos de estudio necesarios para el análisis y posible punto de partida de diseño. Sin embargo, en ese proceder, se suelen dejar de lado los aportes históricos respecto de los contextos humanos, sociales, políticos, culturales, económicos e incluso ambientales, “en los que dichas construcciones se pensaron y concretaron” (pp. 20-21).

Junto a ello, hacia el fin del segundo milenio se adoptaron nuevas convicciones que marcaron la arquitectura. Por un lado, la revolución tecnológica, y por el otro, la inclinación por lo fragmentario y lo efímero. Así, se produjo además “la caída de los grandes relatos que daban sentido a la historia” (Silvestri, 2003, p. 43). Según Silvestri, estas ideas llevaron a una homogeneidad basada en la globalización, marcada esencialmente por la ambición petrolera[4]. Así es que “en la actualidad, la arquitectura está perdida en la cultura de lo espectacular, en la idea de imagen, de marca, en lo que sólo puede llamarse promoción” (Silvestri, 2003).

Esta lógica deviene además de un desarrollo profesional que se basa en aprendizajes que son revisados en contadas excepciones. Por tanto, es evidente la necesidad de correrse del estrecho margen del producto y abarcar la contextualización en un marco sistémico más amplio (Galán, 2018). En esta misma línea, Ben Altabef (2018) basada en Emilio Battisti, reconoce dos problemas en torno al rol del arquitecto contemporáneo.

Primeramente, la forma vacía de contenido donde prima la representación (Galán, 2018; Pizoni, 2020); problema que había anticipado Silvestri (2003) cuando destacaba que la técnica arquitectónica que se conocía hasta entonces, cedió su lugar a la tecnología informática de la que se obtienen mayormente imágenes y no procesos como se intenta aseverar. Y el segundo punto, es que los arquitectos se convierten en sujetos funcionales de las clases dominantes como ideólogos responsables de la estructura de poder (Ben Altabef, 2018), aspecto sobre el que también se manifestó Silvestri, quien considera que este tipo de arquitectura ligada a la imagen y al producto-mercancía, está orientada no al público, en el sentido amplio de la palabra, sino a las clases más altas: “la razón de la Arquitectura continuó radicándose en la apariencia. […] Las teorías de los noventa apoyaron, y se apoyaron, en imágenes seductoras, avaladas por una inédita facilidad de producción a través del ordenador personal. Estas imágenes […] parecieron por un momento la prueba de que se iniciaba un camino radicalmente distinto, a tono con los grandes aportes científico-técnicos del siglo veinte” (Silvestri, 2003, p. 50).

Es más, Silvestri se apoyó en Alejandro Zaera Polo (1998) para mostrar cómo el programa arquitectónico alrededor del mundo se basa en un “modelo de mercado” en el que –con ese específico fin– están todos incluidos sin distinción (Fig. 7). Este nuevo modelo, regido por las multinacionales, cambió la concepción arquitectónica e introdujo nuevos conceptos ligados a sistemas y procesos. Incluso, condujo a los proyectistas a diseñar –como dice Silvestri– “lo que se les venía en gana” alejados del relato original, ya que siempre habría un nicho de mercado en el que tendrían lugar. Eso sí, tales diseños sofisticados, apoyados en el universo de las publicaciones, imágenes reales y creadas, necesitan del complemento de la palabra del propio autor “como parte sustancial de la obra” (Silvestri, 2003). Así, el arquitecto se volvió también portavoz de un discurso generalmente intelectual y sofisticado para mostrar –o más bien vender– su postura filosófica.

Brújula
política de la arquitectura global 2016.
Figura 7
Brújula política de la arquitectura global 2016.
Fuente: Zaera Polo (2016).

Asimismo, el predominio de la imagen, el uso de la informática y las lógicas mercantilistas actuales proponen un abordaje de la arquitectura como producto, en la que se excluyen múltiples dimensiones intervinientes, tanto del ámbito privado como del público. Esto último, supone lo que Ben Altabef (2018) llama la arquitectura del fragmento, en la que se pierde la visión del todo: hay una seducción por el fragmento que enmascara reconocer la importancia de la totalidad en una obra de arquitectura. El todo, aun con sus distintas concepciones, sigue siendo primordial y más aún en el campo de la formación de los arquitectos. Hay un inter juego de escalas donde el todo y las partes deben estar presentes (p. 113)[5].

Ese todo plantea la importancia del contexto, desde un punto de vista amplio y holístico, esencialmente en el proceso de enseñanza-aprendizaje proyectuales. Esto último remite a la reflexión de Cravino (2007) aportada por Pizoni, quien señala que “un modelo de enseñanza sobrepasa la mera adquisición de herramientas proyectuales, pues toda práctica educativa presupone una manera peculiar de construir el conocimiento y una forma de entender el mundo” (2020, p. 21). Con todo, Silvestri indica que en la crisis actual se deposita un gran potencial de transformación y cuestionamiento sobre la formación de arquitectos. Idea a la que se adhiere y desde la cual se propone revisar la noción de proyecto, visto que es un espacio donde se ponen en juego múltiples categorías para atender necesidades humanas. Por tanto, se asume como medio para transformar la realidad –al menos parcialmente– a través de la arquitectura.

La necesaria revisión

“Desde el inicio de nuestro desarrollo cultural y humano,

en términos amplios de especie,

hemos pensado y producido arquitectura y ciudad

como forma de expresión de nuestro estar en el mundo”

(Correal Pachón y Vergugo Reyes, 2011, p. 81).

Ben Altabef (2018) dedica una buena parte de su estudio a analizar el significado del proyecto arquitectónico. Primeramente, lo define como una anticipación en la que convergen diferentes operaciones mentales como: (i) la percepción; (ii) la conciencia de uno o más conflictos; (iii) la participación activa de la memoria; (iv) un juego de subjetividades y; (v) la integración de información. En tanto, sugiere que es el ámbito donde emerge la estrategia del hacer con objetivos, sumado a una necesidad de generar ideas que tengan una traducción formal que pueda ser representada. A su vez, encuentra al proyecto como mediador para la transformación del entorno y la creación de nuevas realidades a través de la arquitectura. Finalmente, asume el proyecto como práctica social que tiene un fundamento conceptual e ideológico. Esto último sugiere la necesidad de revisar tales prácticas e ideologías en los contenidos vigentes de la formación académica.

En tanto, uno de los aportes de Galán a la disciplina arquitectónica es que “no puede ser tratada desde una malla curricular estanca” (2018, p. 67). De aquí que se apoya en Juan Samaja (2004) para establecer una “visión del diseño diferente, para la cual el desarrollo entendido como proceso de reproducción de la vida social, es su marco y la materia de su accionar” (Galán, 2018, p. 72). Esto lleva a analizar los diseños inmersos en su contexto para poder entenderlos. Para ello, Samaja desarrolló la ontología de la complejidad como un enfoque transdisciplinar que lleva a la comprensión de los comportamientos sociales e individuales desde la observación, para reconstruir relaciones que puedan ser aplicadas en el proceso de diseño (Fig. 8).

Sistema de
prácticas sociales.
Figura 8
Sistema de prácticas sociales.
Fuente: Samaja (2021, p. 108).

También Pizoni (2020) anticipó que es necesario cambiar el proceso didáctico proyectual anclado en la herencia del academicismo francés del siglo XX. El autor se apoya en Corona Martínez (1998), quien basó sus argumentaciones en Colin Rowe y Reyner Banham, para explicar que a pesar de las innovaciones técnicas, estéticas y programáticas que acontecen en la arquitectura, estas no se trasladan a los procesos proyectuales. No obstante, el proceso proyectual en sí ofrece ciertas cualidades en cuanto instrumento de aprendizaje. De hecho, Fernández (2018) refiere al proyecto como forma de investigación y productor de conocimiento.

Incluso Ben Altabef (2018) reconoce que en el proceso proyectual emerge la capacidad de transformar, de manejarse ante la incertidumbre y buscar soluciones a problemas complejos. Problemas que no tienen una sola solución, sino muchas variables posibles que pueden ser igualmente buenas. Vittorio Gregotti (Correal Pachón y Verdugo Reyes, 2011, p. 82) entiende el proyecto como “el modo de fijar y organizar arquitectónicamente los elementos de un problema”. Sin embargo, para Correal y Verdugo esto presenta una paradoja, ya que actualmente los elementos de un problema son demasiado complejos. Por lo tanto, el largo y difícil proceso de decantación necesario para el proyectista, yace en esclarecer relaciones y significados, tanto al interior del objeto proyectado como en el contexto en que este se inscribe.

Para comprender medianamente algo de la variedad de disciplinas que se deben manejar para construir el espacio; incluso solo para establecer un diálogo productivo con las otras formas de descripción del mundo, es necesario comprender las lógicas en que se mueven, bien diferentes de la lógica proyectual. El costo de no establecer estos diálogos es alto, en una disciplina que aún aspira a reunir técnica, uso social y forma simbólica: la repetición de la mecánica ya aprendida (Silvestri, 2014, p. 84).

Según Correal Pachón y Verdugo Reyes, el proyecto sirve como “reflexión tridimensional acerca de la existencia humana como forma de desarrollo intelectual” (2011, p. 81). Para Jorge Sarquis (Ben Altabef, 2018) es un dispositivo de orden artístico, técnico y cultural en el que intervienen distintos campos de formación, profesión e investigación. A la vez que es instrumento de pensamiento de la arquitectura, si bien en la actualidad arquitectura y proyecto se hibridan conceptualmente. Tal es así que Roberto Doberti (2003) alude que hubo un momento en el que “el proyecto desbordó el mundo”. Para él se trata del momento en que se enlazan la ontología y la antropología: mientras la primera pregunta por lo que hay; la segunda, por la razón de la condición humana.

En esta línea, el proyecto pone de manifiesto lo que hay, pero también lo que puede haber. Esto último abre un nuevo mundo de posibilidades, lo que había se modifica sustancialmente, “la densidad y el espesor de la cultura abren un nuevo hombre” (p. 71). Por tanto, se pretende que las operaciones proyectuales den respuestas rigurosas, concretas y precisas a problemas arquitectónico-urbanos y técnicos (Correal Pachón y Verdugo Reyes, 2011). Esto último lleva a cuestionarse si el proyecto es un medio o un fin de la arquitectura como disciplina.

Lo cierto es que el proyecto en sí pone en juego diversas lógicas, entre ellas se encuentran el diseño experto y el no experto, así como el diseño colaborativo. A su vez es el lugar de negociación constante, donde todos los campos del saber tienen lugar. ¿Acaso lo construido por un arquitecto es mucho mejor que lo construido por una comunidad? En este sentido, siguiendo a Roberto Masiero el proyecto puede entenderse como un sinónimo de control y síntesis en el que se ponen en juego múltiples categorías como la política, la economía, la estética, la técnica e incluso la organización social (Correal Pachón y Verdugo Reyes, 2011). Desde este punto de vista, se explica por qué es necesaria una revisión teórico crítica que sea complementaria, y que favorezca la formación y ejercicio profesional.

A modo de cierre

A pesar de esta compleja dialéctica entre las teorías fundacionales de la disciplina, y el propio suceder de la historia arquitectónica profesional, es necesario retomar el potencial de transformación del proyecto y la demanda de pensamiento crítico sobre la arquitectura como un todo. Como se ha sugerido al comienzo de este escrito, uno de los propósitos es reflexionar sobre la disciplina para una formación hacia el bien común. Al respecto, primero será necesario hacer un comentario que esclarezca a qué refiere este concepto en relación a la filosofía proyectual.

Galán (2018), apoyada en otros autores, lo denomina responsabilidad social y se refiere a “la capacidad de dar respuesta a la sociedad como un todo” (Vallaeys, 2008), a la oportunidad de “recrear la ética como solidaridad sistémica universal”. Esto supone para ella asumir una nueva forma de subjetividad ajustada a lo local, pero asumida como bien global (p. 92). Desde aquí, que se asume necesario recuperar una visión holística de la sociedad y del proyecto arquitectónico, como práctica ideológica que intenta satisfacer las más variadas y disímiles necesidades humanas relacionadas con el habitar. Tal desafío sin dudas tiene sus limitaciones, pero principalmente demanda complejizar la interpretación del contexto.

Esto invita a recordar el aporte de Cirvini, cuando menciona que en el desarrollo profesional del siglo pasado “los arquitectos pugnaron por un espacio propio dentro del campo de la construcción del hábitat. Reservaron para sí, como grupo, la función de codificadores de los significados culturales y simbólicos de la producción del espacio urbano y arquitectónico” (2004, p. 40). En tal sentido, se sugiere que la formación disciplinar debe aportar no solo técnicas y contenidos que habiliten a los estudiantes a proyectar arquitectura, sino también a comprender el complejo contexto en la que esta estará implantada. Al mismo tiempo, resulta necesario entender que ese contexto cuenta con elementos físicos y abstractos a los que se debe atender, mientras que implica incluir en la grilla curricular contenidos multidisciplinares.

Para ello será necesario hacer hincapié en los conceptos habitar y construir. Por tanto, habrá que incluir desde la enseñanza diferentes contextos posibles y existentes en la producción del hábitat, como ser el mercado, el estado y la comunidad, ya no como elementos mínimos que suelen aparecer. No obstante, debe considerarse que incluir determinados contenidos involucra sacar otros. Esto implica que no hay posibilidad de una totalidad, pero sí de circunscribirse a ciertas líneas rectoras. Silvestri (2003) sostiene que la arquitectura como disciplina es necesariamente dialógica porque “se mueve a través de argumentos y proyectos verosímiles, no de verdades absolutas”. Se trata de “un trabajo necesariamente colectivo, imbricado en las posibilidades de una sociedad concreta, con el desafío histórico de contradecir o criticar, en la construcción real, límites reales (los de la economía, los de la política, los de la misma construcción física)” (p. 53).

Por otra parte, se ha mostrado que la modelación de la disciplina como tal y los sucesos políticos de la historia tanto locales como globales, imprimieron marcas en el hacer profesional y en las lógicas que se transmiten –incluso transgeneracionalmente– que son, al menos, difíciles de renovar. Al inicio de este escrito se ha propuesto una pregunta respecto de los vínculos posibles entre arquitecto y beneficiario planteados desde el aula. En relación a las lógicas actuales aquí tratadas, se comprobó que tales vínculos no pueden tener otra forma que la de maestro-aprendiz mientras se conserven los mismos modos de concebir, hacer y enseñar arquitectura. El beneficiario recibe pasivamente un producto, que en el mejor de los casos es de diseño personalizado. Es más, históricamente se evadió cualquier tipo de participación por parte del futuro usuario en el proceso proyectual, porque se consideró que eso podría afectar el prestigio del ponderado profesional (Cirvini, 2004; Silvestri, 2014).

Más aún, hoy día desde estas lógicas así planteadas, se impide también la introducción de nociones de tipo bottom-up en las cátedras proyectuales. En este sentido cabe recordar lo expuesto por Ben Altabef (2018) respecto de modificar las formas de producir arquitectura para transformar así los modos de enseñarla. Ahora bien, de abordarse esa iniciativa, será necesario tener en cuenta que delimitar el alcance de la disciplina como tal, es una tarea irrealizable ya que hoy día debe acudirse a entendimientos más amplios como los de red, rizoma o sistema (Ledesma, 2020). En este sentido, según Galán (2018, p. 70) “decidirse por las redes, es asumir que iremos a donde nos lleven, que estamos dispuestos a traspasar las fronteras disciplinares, porque esto es necesario para recuperar el sentido de los fenómenos”.

Por último, a pesar que la arquitectura se basa en un modelo mercantilista, como lo ha demostrado Silvestri, la misma autora alega que la arquitectura nunca fue solo apariencia. Sino que puede verse “como potencia, como desafío, o como resistencia, la arquitectura parece el último arte que guarda la vieja aspiración de equilibrio entre el intelecto y la praxis, la abstracción y la vida cotidiana, la necesidad y la libertad” (Silvestri, 2003, p. 22). Esto mismo es lo que “hace a la arquitectura la más política de las artes”. Aquí Silvestri se refiere a la política en cuanto a una negociación frente a múltiples y complejos aspectos intervinientes; y al arquitecto como mediador que facilita el “mundo humano”. Para ella “bien podría decirse que la arquitectura de los últimos años olvidó –ocluyó, negó, desestimó– su nexo sustancial no con lo económico, o lo científico-técnico, ni siquiera con lo social, sino con lo político” (Silvestri, 2003, p. 45).

Esta línea de pensamiento invita a conformar nuevas visiones que se complementan con Boaventura de Sousa Santos (2009) quien propone a través de una iniciativa epistemológica la ecología de saberes. Tal ecología se basa en el reconocimiento de la pluralidad de conocimientos heterogéneos con relaciones continuas y dinámicas. Ahí no hay verdades únicas, sino una revisión continua, se “carece de una única filosofía del proyectar y del hacer” (Ben Altabef, 2018, p. 109). Ben Altabef, basada en Sousa Santos, explica que esto último contrarresta el “pensamiento abismal” relativo a las “necesidades de dominación capitalistas”. Se propone un “equilibrio dinámico entre principios de igualdad y reconocimiento de las diferencias”. Es decir, un pensamiento emancipatorio que trata de “descolonizar el saber, reinventar el poder e incluir a las minorías” (2018, p. 105).

Finalmente, se considera que pensar en una arquitectura para el bien común, no solo es posible, sino que resulta necesario. Tal exigencia debe partir de los tres ámbitos que se han mencionado aquí: formación académica, investigación y práctica profesional, como explica Sarquis (Pizoni, 2020); de manera complementaria, comprometida, amplia y compleja, en términos de evitar simplificaciones o reduccionismos y se integre este pensamiento a la realidad contextual presente.

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Notas

[1] Para Cirvini “los habitus son principios generadores de prácticas distintas y distintivas, pero también son esquemas clasificatorios, principios de clasificación, “principios de visión y de división” del mundo, que promueven prácticas e ideologías diferentes” (2014, p. 73).
[2] Se considera el academicismo como el fundamento teórico rector de la formación disciplinar ligado al vitruvianismo. Esto refiere a las categorías vitruvianas –firmitas, utilitas, venustas– que permanecen como principios universales de la arquitectura, y como principales componentes de la misma (Ben Altabef, 2018).
[3] Se entiende como buenos profesionales a los que ejercen la arquitectura proyectual y su consecuente ejecución en obra, o bien aquellos que lideran o se asocian a estudios de arquitectura reconocidos a diferentes escalas: local, nacional, regional e internacional.
[4] Ver más en: En el círculo mágico del lenguaje: La teoría de la arquitectura contemporánea (Silvestri, 2003).
[5] Esto coincide con lo expuesto por Galán (2018) acerca del reduccionismo en la era de la complejidad, tema sobre el que se volverá más adelante.

Notas de autor

(*) Daiana Zamler. Arquitecta. Doctoranda en la Facultad de Arquitectura, Planeamiento y Diseño de la Universidad Nacional de Rosario. Becaria CONICET-Universidad Abierta Interamericana (UAI). Profesora de Morfología y Taller de Integración Proyectual II (TIC) en la Facultad de Arquitectura, UAI. Publicaciones en revistas nacionales e internacionales entre ellas: DAYA, Diseño, Arte y Arquitectura; Ciudades, Estado y Política; Astrágalo. Directora del proyecto de investigación Contribuciones desde la Psicología Ambiental hacia la Arquitectura para el diseño de espacios públicos, radicado en el Centro de Altos Estudios y Urbanismo (CAEAU, UAI).

ORCID: 0000-0002-8084-8700

daianazamler@gmail.com

Información adicional

CÓMO CITAR: Zamler, D. (2022). Alcance de la asignatura Proyecto para la formación y el ejercicio profesional de los arquitectos. A&P Continuidad, 10(18). doi: https://doi.org/10.35305/23626097v10i18.376

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